MÚSICA EXPRESIVA: EL PRESENTE A LOS DOS LADOS DE LA PIEL
Música escuchada tan profundamente
que parece no escucharse, pero tú eres la
música
durante el tiempo que la música dure.
T.S Elliot
Empezamos a existir y, literalmente, nos rodea el sonido: el ritmo de los latidos del corazón de nuestra madre, la armonía de los movimientos simultáneos de órganos, huesos y músculos funcionando para la vida, la melodía de las voces que nos hablan y expresan los afectos…Ya desde las primeras semanas, se puede considerar que el proceso de escuchar acompaña al proceso de ser y al revés: como más devenimos nosotros mismos, más se afina y desarrolla nuestra escucha. Y tan pronto como nacemos al mundo, participamos también en esta sinfonía de sonidos con nuestra propia vibración: primero con el llanto, después con balbuceos, vocales, consonantes, gritos, besos, risas, golpecitos, palmadas, pasos, caídas, y más tarde también con palabras y canciones. Cada sonido una experiencia, una emoción, un recuerdo, un pedacito de identidad. El mundo sonoro que nos acompaña desde el principio se arraiga en nosotros de manera tan profunda que, incluso en el caso que, al final de la vida, olvidáramos quiénes somos, tendríamos la capacidad de emocionarnos y vivir momentos de vitalidad y expresión en el rostro con las canciones, sonidos y voces que nos han acompañado durante nuestra vida. Y esto no es cierto sólo en el plano personal: también el sonido y la música forman parte de lo que uno es en el plano colectivo. En todas las culturas y civilizaciones históricas, la música ha estado presente en actos comunitarios para fortalecer los vínculos, construir una identidad compartida, solemnizar rituales significativos y acompañar las actividades cotidianas.
Así pues, el vínculo con el sonido es algo esencial en todo ser humano, una parte inseparable de lo que cada persona realmente es. Para mí, cuando este vínculo se vive desde la escucha, la celebración y la curiosidad, es cuando aparece la música en el verdadero sentido de la palabra. Puede ser música la caricia sonora de las hojas de un árbol movidas por el viento cuando uno regresa a su ciudad, está cansado y se sienta en un banco. O los pasos de alguien querido que se acerca y nos alegramos que esté allí. O el silencio después de un abrazo que acompaña sin palabras. En este sentido, subscribo las palabras de John Cage cuando le preguntaron en una entrevista si creía realmente que el chirriar de una puerta era música: “if you celebrate it, it is art”, si lo celebras, es arte. Porque es entonces, cuando la expresión sonora exterior se acoge desde la escucha abierta y el cuerpo vibrátil, que podemos hablar de vivencia estética.
En el trabajo interdisciplinar con las artes expresivas, dar un paso más a solo escuchar y sumergirse en la creación musical, es una herramienta muy valiosa para descubrir otra dimensión de la experiencia estética ¿Cómo suena este movimiento, este color, esta imagen, este personaje? Es un grito, un llanto, una canción que me mece, una voz que juega, el ruido angustioso de un roce incesante, una cuerda que vibra, un golpe de membrana de tambor, o es sólo aire y respiración… Agregar sonido a una obra artística, ya sea danzada, dramatizada, escrita o en formato plástico, es también desplegarla y darle una presencia y una intensidad especiales. Porque, en esencia, la música tiene una cualidad intrínseca que la diferencia de las otras artes: su existencia es vibración que nos rodea, nos envuelve. Incluso con los oídos tapados, la percibimos con todo nuestro cuerpo a través de los huesos y de la piel. Es imposible escapar del presente en que ocurre. Y, en el caso de que la estemos creando y escuchando al mismo tiempo, podemos afirmar que la música nos sitúa a la vez a los dos lados de la piel del momento presente. Lo que vibra dentro de mí se convierte en un sonido externo que escucho y me mueve en algún lugar profundo del adentro, ya sea un sollozo, el sonido de las manos dando calor, la melodía de una palabra que invita mi cuerpo a moverse, una melodía simple y bella que me acuna y me acompaña, un ritmo trepidante con los pies, el sonido del aire que expiro y que me tranquiliza, la pulsación de los latidos del corazón, un sonido familiar que me transporta a un recuerdo importante…
A partir de este encuentro con el material sonoro esencial, significativo para uno, puede empezar un proceso creativo donde se investigan múltiples posibilidades ¿Qué pieza musical late en este sonido? ¿Es una pregunta, una respuesta, parte de un diálogo, tiene ritmo? ¿Qué pasa si lo acelero, si lo ralentizo, si lo toco suave o con mucha intensidad? Necesito de más sonidos para acompañarlo? ¿Es una música con palabras, o sin palabras? ¿Cómo percibo el silencio antes y después de tocarla o cantarla?… Y en todo este apasionante proceso el oyente y el compositor son la misma persona. Porque ser oyente de la propia música es también poder abrir la escucha a uno mismo. Y, como en todos los procesos donde hay una relación creativa con las artes, la creación sonora, si refleja lo que somos, nos permite reconocernos, nos sitúa en un rol activo y nos abre nuevos repertorios para la salud. En palabras del músico de jazz Keith Jarret: “El proceso creativo es lo que motiva toda actividad humana. Hemos sido creados para participar. Participar significa aceptar el desafío y tomar parte conscientemente en nuestra propia vida”.
Así pues, creo que merece la pena que todas la personas que deseamos una mayor conexión con lo que somos y con nuestra creatividad nos apoderemos de nuevo de esta arte, sin el ruido de los miedos, jueces, expectativas o prejuicios que a veces la rodean. En resumen, que nos acerquemos a ella de la misma manera que empezamos a vivirla: como algo natural, envolvente, propio. Como la preciosa metáfora que utilizó el violonchelista Pau Casals para expresar como fue siempre su relación con esta arte: “La música fue como un mar en el que nadé como un pez pequeño”.